Queridos hermanos y hermanas de las iglesias de la región de Galacia:
Yo, Pablo, y los seguidores de Cristo que están conmigo, los saludamos. Le pido a Dios, nuestro Padre, y al Señor Jesucristo, que los amen mucho y les den su paz.
Soy un apóstol enviado a anunciar esta buena noticia: ¡Jesucristo ha resucitado! No me envió nadie de este mundo, sino Jesucristo mismo, y Dios el Padre, que lo resucitó.
Jesucristo siempre obedeció a nuestro Padre Dios, y se dispuso a morir, para que Dios perdonara nuestros pecados y nos librara de este mundo malvado. ¡Que todos lo alaben por siempre! Amén.
Dios los llamó a ustedes, y por medio de Cristo les mostró su amor. Por eso, casi no puedo creer que, en tan poco tiempo, hayan dejado de obedecer a Dios, y aceptado un mensaje diferente de esta buena noticia. En realidad, no hay otro mensaje. Pero digo esto porque hay quienes quieren cambiar la buena noticia de Jesucristo, y confundirlos a ustedes. De modo que, si alguien viene y les dice que el mensaje de la buena noticia es diferente del que nosotros les hemos anunciado, yo le pido a Dios que lo castigue, no importa que sea un ángel del cielo o alguno de nosotros. Vuelvo a repetirles lo que ya les había dicho: Si alguien les anuncia un mensaje diferente del que recibieron, ¡que Dios lo castigue!
Yo no ando buscando que la gente apruebe lo que digo. Ni ando buscando quedar bien con nadie. Si así lo hiciera, ya no sería yo un servidor de Cristo. ¡Para mí, lo importante es que Dios me apruebe!
Queridos hermanos en Cristo, quiero que les quede claro que nadie en este mundo inventó la buena noticia que yo les he anunciado. No me la contó ni me la enseñó cualquier ser humano, sino que fue Jesucristo mismo quien me la enseñó.
Ustedes ya saben cómo era yo cuando pertenecía a la religión judía. Saben también con qué violencia hice sufrir a los miembros de las iglesias de Dios, y cómo hice todo lo posible para destruirlos. Cumplí con la religión judía mejor que muchos de los judíos de mi edad, y me dediqué más que ellos a cumplir las enseñanzas recibidas de mis antepasados. Pero Dios me amó mucho y, desde antes de nacer, me eligió para servirle. Además, me mostró quién era su Hijo, para que yo anunciara a todo el mundo la buena noticia acerca de él. Cuando eso sucedió, no le pedí consejo a nadie, ni fui a Jerusalén para pedir la opinión de aquellos que ya eran apóstoles. Más bien, me fui inmediatamente a la región de Arabia, y luego regresé a la ciudad de Damasco. Tres años después fui a Jerusalén, para conocer a Pedro, y solo estuve quince días con él. También vi allí al apóstol Santiago, hermano de Jesucristo nuestro Señor. Aparte de ellos, no vi a ningún otro apóstol. Les estoy diciendo la verdad. ¡Dios sabe que no miento!
Después de eso, me fui a las regiones de Siria y Cilicia. En ese tiempo, las iglesias de Cristo que están en Judea no me conocían personalmente. Solo habían oído decir: «Ese hombre, que antes nos hacía sufrir, está ahora anunciando la buena noticia que antes quería destruir.» Y alababan a Dios por el cambio que él había hecho en mí.