Cuando ya estaban en alta mar, Dios mandó un viento muy fuerte que pronto se convirtió en una terrible tempestad. El barco estaba a punto de romperse en pedazos. Cada uno de los marineros, temblando de miedo, llamaba a gritos a su dios. Ya desesperados, arrojaron al mar toda la carga del barco para quitarle peso. Mientras tanto, Jonás dormía plácidamente en la bodega del barco. El capitán se le acercó y le dijo: —¡Qué haces aquí, dormilón! ¡Levántate y pide ayuda a tu dios! ¡Tal vez nos salve al ver que estamos en peligro! Al mismo tiempo, los marineros decían: —Echemos suertes para saber quién tiene la culpa de nuestra desgracia. Echaron suertes, y Jonás resultó culpable. Entonces, los marineros preguntaron a Jonás: —¡Dinos ya por qué estamos sufriendo todo esto! ¿En qué trabajas? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿De qué nacionalidad eres? Jonás respondió: —Soy hebreo y adoro a nuestro Dios, soberano y creador de todas las cosas. Lo que está pasando es culpa mía, pues estoy huyendo de él. Los marineros, llenos de terror, le dijeron
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