Cierto día, estando los israelitas en Guilgal, algunos de la tribu de Judá vinieron a ver a Josué. Entre ellos estaba Caleb, hijo de Jefuné el quenezita. Caleb le recordó a Josué: «Tú bien sabes que nuestro Dios habló con Moisés en Cadés-barnea acerca de nosotros dos. Yo tenía cuarenta años cuando Moisés me envió desde Cadés-barnea a explorar esta tierra. Y yo le conté la verdad sobre lo que había visto. Los que me habían acompañado asustaron a nuestra gente; en cambio, yo confié plenamente en mi Dios. Aquel día Moisés juró que a mi familia y a mí nos daría la tierra por donde anduve, porque le fui fiel a Dios. Eso pasó hace cuarenta y cinco años, y todo este tiempo que nuestro pueblo ha andado por el desierto, Dios me ha protegido, tal como lo prometió. ¡Mírame! Ya tengo ochenta y cinco años, pero estoy tan fuerte hoy como cuando Moisés me envió a explorar. ¡Y todavía puedo pelear! Por eso te pido que me des la región montañosa que Dios me prometió aquel día. Tú bien sabes que los descendientes del gigante Anac viven en ciudades grandes y bien protegidas. Pero con la ayuda de Dios los podré desalojar, y así conquistaré esas ciudades, tal como Dios lo prometió». Josué bendijo a Caleb, y a él y a sus descendientes les dio el territorio de Hebrón. Así fue como Hebrón llegó a pertenecer a Caleb y a su familia, porque Caleb obedeció fielmente al Dios de Israel. Y todavía le pertenece. Antes de eso, Hebrón se llamaba Quiriat-arbá, porque Arbá era el nombre del gigante más importante. Después de esto hubo paz en la región.
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