Moisés se dio cuenta de que todos los israelitas lloraban a la entrada de sus tiendas, y se molestó porque sabía que esto haría enojar mucho a Dios. Por eso le preguntó a Dios: —Yo soy tu servidor. ¿Por qué me tratas mal y me obligas a soportar a este pueblo? ¡Yo no soy su padre ni su madre! ¡No tengo por qué cargar con ellos y llevarlos al territorio que tú les vas a dar! Ellos vienen a mí llorando, y me piden carne. ¿De dónde voy a sacar tanta carne para que coma todo este pueblo? »Por mis propias fuerzas, yo solo no puedo llevar a este pueblo; ¡es demasiado trabajo para mí! Si vas a seguir tratándome así, mejor quítame la vida. ¡Me harías un gran favor! ¡Ya tengo suficientes problemas con esta gente! Dios le respondió a Moisés: —Reúne de entre el pueblo a setenta ancianos que sean líderes. Llévalos al santuario, y que esperen allí. Yo bajaré entonces y te hablaré. Pondré en los ancianos una parte del espíritu que está en ti, para que te ayuden a dirigir al pueblo; así no tendrás que hacerlo todo. Luego Dios le dijo a Moisés: —Dile al pueblo que mañana comerán carne, pero primero deben purificarse. Diles que ya escuché su llanto y sus quejas, y que andan diciendo: “¡Queremos comer carne! ¡Estábamos mejor en Egipto!” »Yo les voy a dar carne. Y no solo un día, ni dos, ni cinco, ni diez, ni veinte. Voy a darles carne todo un mes, hasta que se cansen de comerla, ¡hasta que les dé asco y se les salga por las narices! »Ese será su castigo por haberme rechazado y no reconocer mi presencia entre ustedes. Eso les pasará por haberse quejado y por decir: “¡Mejor nos hubiéramos quedado en Egipto!”
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