Yo sé que mis deseos egoístas no me permiten hacer lo bueno, pues aunque quiero hacerlo, no puedo hacerlo. En vez de lo bueno que quiero hacer, hago lo malo que no quiero hacer. Pero si hago lo que no quiero hacer, en realidad no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está dentro de mí. Me doy cuenta entonces de que, aunque quiero hacer lo bueno, solo puedo hacer lo malo. En lo más profundo de mi corazón amo la ley de Dios. Pero también me sucede otra cosa: hay algo dentro de mí, que lucha contra lo que creo que es bueno. Trato de obedecer la ley de Dios, pero me siento como en una cárcel, donde lo único que puedo hacer es pecar. Sinceramente, deseo obedecer la ley de Dios, pero no puedo dejar de pecar porque mi cuerpo es débil para obedecerla. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que me hace pecar y me separa de Dios? ¡Le doy gracias a Dios, porque sé que Jesucristo me ha librado!
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