Ya hacía varios días que estábamos allí, cuando llegó de Judea un profeta llamado Agabo. Al llegar ante nosotros tomó el cinturón de Pablo, se sujetó con él las manos y los pies, y dijo: —El Espíritu Santo dice que en Jerusalén los judíos atarán así al dueño de este cinturón, y lo entregarán en manos de los extranjeros. Al oír esto, nosotros y los de Cesarea rogamos a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero Pablo contestó: —¿Por qué lloran y me ponen triste? Yo estoy dispuesto, no solamente a ser atado sino también a morir en Jerusalén por causa del Señor Jesús. Como no pudimos convencerlo, lo dejamos, diciendo: —Que se haga la voluntad del Señor.
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