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Satisfechos con nosotros mismos

Si algo absorbe al hombre y la mujer de este tiempo es su visión de sí. Una de las expresiones más comunes hoy en día es “Yo me he hecho a mí mismo”, y se dice cargado de satisfacción y pleno sentido de autosuficiencia. Quizá ese es el gran pecado de este siglo a pesar de que, como nos recuerda el salmo, “Él nos hizo y no nosotros a nosotros mismos”.

Sin embargo, eso implica reconocer que Dios es Dios, como establece el mismo versículo, y quizá es precisamente es lo que más nos cuesta, porque significa bajarnos de nuestro propio pedestal, donde nos hemos colocado, y establecer que sea Otro quien gobierna nuestras vidas como Creador, Rey y Señor nuestro.

Los seres humanos somos tan egocéntricos que nadie nos seduce más que nosotros mismos. Nada que pertenezca a este tiempo únicamente, por cierto, sino que está anclado en lo más profundo del corazón desde nuestra caída. La esencia de aquella desgracia estuvo, por cierto, ubicada en la misma raíz: pensar que con nosotros nos bastábamos, y que lo que Dios aportaba era secundario u opcional. Solo hizo falta el “pequeño empujoncito” de una voz externa para confirmar lo que ya nos encantaba pensar: que Él sobraba, porque el centro del Universo éramos nosotros.

La Palabra sistemáticamente nos muestra como seres responsables de nuestras decisiones egocéntricas. ¿Quién nos hechizó para que tan pronto abandonáramos al Cristo crucificado y resucitado? Somos expertos en hechizarnos a nosotros mismos. Aquí no vale decir “la serpiente me engañó”, o “la mujer que me diste” sino que, si al menos somos honestos en alguna medida, tendremos que reconocer que nosotros nos desviamos y a una nos hicimos inútiles (Romanos 3:12). Seguimos repitiéndolo a diario, convirtiéndonos en nuestro propio dios, fiándonos de nuestra propia prudencia y supuesta sabiduría.

Nos encanta escuchar sobre nosotros, como el rey Asuero en sus noches de insomnio, o Amán, ensimismado en sus propios pensamientos de gloria (ver el libro de Ester). Lejos estamos de considerarnos como creación en vez de creadores. Sin embargo, lo mayor nuestro es como pura insignificancia frente a la grandeza de Él, y nuestros razonamientos y filosofías son como huecas sutilezas que solo evidencian aquello que nos gustaría ocultar: lo ridículamente pequeños que somos, nuestra incapacidad para salvarnos, o la vacuidad de nuestra vida, a pesar de nuestros esfuerzos por rellenar nuestra existencia sin Él.