Unos testigos malvados se levantan para acusarme, ¡pero yo no sé nada de lo que me preguntan! Lo que más me duele es que yo los traté bien y ahora ellos me tratan mal. Cuando se enfermaban, yo me afligía por ellos. Tan grande era mi tristeza que no comía ni me arreglaba. Más bien, le pedía a Dios que el enfermo fuera yo. Andaba yo muy triste y con la cabeza inclinada, como si hubiera muerto mi madre, mi hermano o mi amigo. Pero cuando me vieron caído, esos testigos lo festejaron. Como si fueran unos extraños a los que yo no conociera, se pusieron en mi contra y hablaron mal de mí; ¡sus ojos reflejaban odio! Dios mío, ¿no piensas hacer nada? ¡Esos malvados me quieren destruir! ¡Sálvame la vida, que es lo único que tengo! Así te alabaré y te daré gracias delante de todo tu pueblo, tu pueblo fuerte y numeroso. No dejes que me hagan burla mis terribles enemigos; no dejes que se burlen de mí, pues no tienen por qué odiarme. No hablan de vivir en paz, sino que inventan mentiras contra la gente tranquila. Sin pensarlo dos veces, dicen: «Tú cometiste ese crimen; ¡nosotros mismos lo vimos!» Mi Señor y Dios, ¡tú me conoces mejor que ellos! ¡No te alejes de mí, ni te niegues a escucharme! ¡Despierta y defiéndeme! ¡Levántate y hazme justicia! Tú eres un Dios justo: defiéndeme como sabes hacerlo. ¡No dejes que se burlen de mí! No les permitas que digan: «¡Se cumplió nuestro deseo! ¡Hemos acabado con él!» Pon en completa vergüenza a todos los que festejan mi mal, cubre de vergüenza y deshonra a los que me creen poca cosa, pero haz que griten de alegría los que desean mi bien. Permíteles que siempre digan: «¡Dios es muy grande! ¡Busca el bien de quien le sirve!» Yo, por mi parte, siempre te alabaré y diré que eres un Dios de bondad.
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