¡Toquen la trompeta en Sión;
den la voz de alarma en mi santo monte!
¡Tiemblen todos los habitantes del país!
Ya viene el día del SEÑOR;
en realidad, ya está cerca.
Día de tinieblas y oscuridad,
día de nubes y densos nubarrones.
Como la aurora que se extiende sobre los montes,
así avanza un pueblo fuerte y numeroso,
pueblo como nunca lo hubo en la antigüedad
ni lo habrá en las generaciones futuras.
El fuego devora delante de ellos;
detrás, las llamas arden.
Antes de su llegada, el país se parece al jardín del Edén;
después, queda un desolado desierto.
¡Nada escapa de su poder!
Tienen aspecto de caballos;
galopan como corceles.
Al saltar sobre las cumbres de los montes,
producen un estruendo como el de carros de guerra,
como el crepitar del fuego al consumir la hojarasca.
¡Son como un ejército poderoso en formación de batalla!
Ante él se estremecen las naciones;
todo rostro palidece.
Atacan como guerreros,
escalan muros como soldados.
Cada uno mantiene la marcha
sin romper la formación.
No se atropellan entre sí;
cada uno marcha en línea.
Se lanzan entre las flechas
sin romper filas.
Se abalanzan contra la ciudad,
escalan los muros,
trepan por las casas,
se meten por las ventanas como ladrones.
Ante este ejército tiembla la tierra
y se estremece el cielo,
el sol y la luna se oscurecen
y las estrellas dejan de brillar.
Truena la voz del SEÑOR
al frente de su ejército;
son innumerables sus tropas
y poderosos los que ejecutan su palabra.
El día del SEÑOR es grande y terrible.
¿Quién lo podrá resistir?
«Ahora bien», afirma el SEÑOR,
«vuélvanse a mí de todo corazón,
con ayuno, llantos y lamentos».
Rásguense el corazón
y no las vestiduras.
Vuélvanse al SEÑOR su Dios,
porque él es misericordioso y compasivo,
lento para la ira y lleno de amor,
cambia de parecer y no castiga.
Tal vez Dios reconsidere y cambie de parecer,
y deje tras de sí una bendición.
Las ofrendas de cereales y las ofrendas líquidas
son del SEÑOR su Dios.
¡Toquen la trompeta en Sión!
¡Proclamen el ayuno!
¡Convoquen a una asamblea sagrada!
¡Congreguen al pueblo;
consagren la asamblea!
¡Junten a los ancianos del pueblo,
reúnan a los pequeños
y a los niños de pecho!
¡Que salga de su alcoba el recién casado
y la recién casada, de su cámara nupcial!
Lloren, sacerdotes, ministros del SEÑOR,
entre la entrada y el altar;
y digan: «Compadécete, SEÑOR, de tu pueblo.
No entregues tu propiedad como objeto de burla,
para que las naciones no se burlen de ella.
¿Por qué habrán de decir entre los pueblos:
“Dónde está su Dios?”».