»Yo te ruego, amigo Job, que prestes mucha atención a cada una de mis palabras. Ya estoy por abrir la boca; la lengua me hace cosquillas. Cada una de mis palabras nace de un corazón sincero. El Dios todopoderoso me hizo, y con su espíritu me dio vida. Si puedes responderme, estoy listo para discutir. A los ojos de Dios, tú y yo somos iguales; estamos hechos de barro. Así que no te alarmes, pues no soy mejor que tú. »Tú has estado insistiendo, y aún me parece escucharte: “¡Soy inocente, soy inocente! ¡No tengo de qué avergonzarme! Dios me encuentra culpable y me ve como su enemigo. Me tiene encadenado y a todas horas me vigila”. »¿Por qué te quejas de que Dios no te responde? Estás muy equivocado; Dios es más grande que nosotros. Tal vez no nos damos cuenta, pero Dios no deja de hablarnos; algunas veces nos habla en sueños, mientras dormimos profundamente; otras veces nos habla al oído; claramente nos advierte que ya no hagamos lo malo ni sigamos siendo orgullosos; así nos libra de la muerte. »A veces Dios nos castiga con agudos dolores de huesos. Perdemos el apetito, y no soportamos ningún alimento; la carne se nos va secando, y hasta se nos ven los huesos. Así se nos acerca la muerte. »Si un solo ángel se compadece de ti y le ruega a Dios que te salve de la muerte, volverás a ser como un niño. Pero el ángel tendrá que demostrar que tú eres inocente. Entonces orarás a Dios, y lo verás cara a cara; Dios te brindará su favor y te hará justicia. Entonces dirás a todo el mundo: “Aunque he pecado y he sido injusto, Dios no me castigó como merecía. ¡Estoy vivo, y puedo ver la luz porque Dios me salvó de la muerte!” »Todo esto lo hace Dios cuantas veces sea necesario, para salvarnos de la muerte y dejarnos seguir con vida.
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