Del Desierto a La Tierra PrometidaMuestra

Somos santos, porque él es santo

Decir que Dios es Santo es decir no sólo que Dios está separado del pecado, sino que Dios está separado de todo. Dios es diferente de todo lo que hay en el universo. Dios está muy por encima de todas las personas del universo y de todo lo demás. Nada puede ser comparado con Dios. Dios es un Dios Santo. Como gritan los exaltados serafines: «¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria!».

El libro de Levítico proclama que Dios es santo. Cada sacrificio, cada ley, cada mandato declara que Dios es santo. De hecho, la palabra santo aparece en el libro de Levítico más que en cualquier otro libro de la Biblia. Además, en Levítico, varias veces Dios ordena a su pueblo, que también debe ser santo, separado de todo pecado y dedicado enteramente a Dios:

Yo soy el Señor su Dios, así que santifíquense y manténganse santos, porque yo soy santo.

Yo soy el Señor, que los sacó de la tierra de Egipto, para ser su Dios. Sean, pues, santos, porque yo soy santo.

Sean santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo.

Conságrense, por lo tanto, y sean santos, porque yo el Señor su Dios soy santo. 

Serán santos delante de mí, porque yo el Señor soy santo y los he apartado de entre todos los pueblos, para que sean mi posesión. 

El pueblo de Israel debía ser diferente porque pertenecía a Dios. Era un pueblo elegido, un pueblo especial. Esa es también nuestra vocación como seguidores de Jesús. Somos un pueblo especial, un pueblo elegido, un pueblo santo y el pueblo de Dios, apartado del pecado y dedicado por completo a Dios. «Pero como el que nos ha llamado es santo, también nosotros debemos ser santos en toda nuestra conducta, pues está escrito: Sed santos, porque yo soy santo».

Esta es nuestra identidad. Este es nuestro llamado. Este es nuestro destino como pueblo santo de Dios.