La Rebelión De Los SantosMuestra

Eclesiastés afirma que la esperanza de trascender es obra de Dios, quien sembró «la eternidad en el corazón humano». En cada persona existe una pulsión hacia lo infinito. Esta esperanza de trascendencia late especialmente fuerte en la fe cristiana. Los creyentes aguardamos ardientemente la redención de todas las cosas, la culminación de la espera, la liberación completa, la realidad definitiva. «Deseamos con una esperanza ferviente que llegue el día en que Dios nos dé todos nuestros derechos como sus hijos adoptivos, incluido el nuevo cuerpo que nos prometió» (Rm. 8:23). Si quitamos ese factor, nuestro edificio teológico se cae a pedazos; no en vano Pablo decía: «si nuestra esperanza en Cristo es solo para esta vida, somos los más dignos de lástima de todo el mundo» (1 Co. 15:19).

La misma esperanza, sin embargo, se manifiesta en diferentes personas y momentos de maneras muy distintas. Nuestro contexto histórico, nuestra percepción individual y nuestras necesidades moldean nuestras expectativas, nos enfocan de diferentes maneras en la cuestión eterna. Para unos, un lugar de estático descanso, de paz y sosiego; para otros, una ciudad con calles de oro; algunos esperan ser mayordomos de un cielo nuevo y una tierra nueva; otros desean fervientemente cantar Santo, Santo, Santo por toda la eternidad.

Esto no significa que nuestra esperanza sea mera ilusión ni que esté totalmente infundada. Significa que cada uno completa con sus propios anhelos el panorama de la vida eterna. La Biblia misma reconoce que nuestras expectativas sobre la eternidad están llenas de matices tomados de nuestro entorno, personalidad, experiencias, gustos y necesidades. Cada uno de nosotros visualiza la misma recompensa de maneras muy diferentes. Queda latente, sin embargo, un peligro muy real: que convirtamos a Dios en nuestros gustos, o peor aún, que elevemos nuestras necesidades al lugar de Dios.