EL HÉROE QUE MURIÓ COMO VILLANO

Un madero hundido en la tierra, sobre cuyo brazo transversal se clavaba o ataba al condenado, fue el lugar donde el suplicio de Cristo llegaría a su fin. Una muerte reservada para los mayores criminales de la época era el castigo que cargó sobre sus hombros el Dios Eterno hecho hombre.

En la cruz vemos de manera irrefutable todo el amor y la pasión que Dios siente por la humanidad. En la cruz hallamos la manifestación absoluta de la obediencia de Cristo al Padre, negándose a sí mismo y aceptando que todo fuera hecho solamente si en el madero exhalaba su último suspiro.

Pero la cruz también representa el poder victorioso de Jesús. Porque, aunque por un instante la tierra tembló y el cielo se oscureció, no era más que el anuncio de la resplandeciente victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. La máxima humillación fue la antesala a la suprema exaltación. Asumió la culpa del pecador para declarar justicia al resucitar. Su cuerpo se hizo pecado para luego derramar gracia. ¡Y todo por amor!

No fueron los clavos los que afirmaron a Jesús en la cruz del calvario. Fue su amor por nosotros lo que lo llevó hasta las últimas consecuencias para salvarnos.

Solo Cristo puede cambiar culpa por gloria, pecado por gracia, y condenación por vida eterna. Solo Cristo hizo posible que, al mirar la cruz, en lugar de experimentar tortura hallemos paz. La cruz fue necesaria para anunciar al mundo entero el costo altísimo de nuestra salvación, pero también para proclamar que “aunque estábamos muertos por culpa de nuestros pecados, Él nos dio vida al resucitar a Cristo. Nos hemos salvado gracias al amor de Dios” (Efesios 2:5).

Nació en un pesebre y murió en una cruz. No es para nada paradójico que el Salvador del mundo fuese un carpintero de profesión. Con sus brazos extendidos y agonizando exclamó: "consumado es". En ese instante el velo se rasgó y con su sangre Cristo abrió el paso para que todos nosotros podamos acercarnos confiadamente al trono de la gracia de Dios.