La promesa celestial en nosotros

Cincuenta días después de la resurrección, ocurre algo crucial en la historia del cristianismo: el Pentecostés.

Los discípulos de Jesús, reunidos en el Aposento Alto, estaban orando juntos, cuando se cumplió la promesa que Jesús les había hecho antes de ascender al cielo. El Espíritu Santo, el “Consolador” prometido, descendió sobre ellos en forma de lenguas de fuego, y un sonido como un viento recio llenó la casa. Este evento marcó una transformación radical para los discípulos.

Antes de Pentecostés, eran hombres a menudo temerosos e inseguros, desorientados por la partida física de su Maestro. Pero con la llegada del Espíritu Santo, fueron renovados y hechos hombres nuevos. La presencia del Espíritu los llenó de una fuerza y de un valor extraordinarios.

Pedro, que pocos días antes había negado a Jesús por miedo, se levantó con valentía para predicar a una gran multitud, y ese día unas tres mil personas fueron convertidas.

El Espíritu Santo les dio no sólo poder, sino también nuevos dones, entre ellos el don de hablar en lenguas diferentes. Este signo visible demostraba que el mensaje del Evangelio estaba destinado a todas las naciones y culturas, no solo al pueblo judío.

El Pentecostés representa así el inicio de la misión universal de la Iglesia, que desde ese momento se expande con una potencia espiritual extraordinaria. La venida del Espíritu Santo no solo cambió las circunstancias exteriores de los discípulos, sino que los transformó interiormente. Se convirtieron en testigos valientes de la resurrección de Cristo, dispuestos a enfrentar al mundo para anunciar el Evangelio.

El Pentecostés es el símbolo del nacimiento de la Iglesia, una comunidad animada por la presencia del Espíritu, que sigue dando vida y poder a los creyentes en todo tiempo.